Había llegado el
momento. Toda la semana cumpliendo promesas (o simulando cumplirlas), haciendo
deberes, “buena letra” como diría su abuela para tener su ansiada revancha
sábado tras sábado. Todo valía. Nada podía interponerse ante el encuentro con
él. EL. Ese ser insuperable que le quitaba el sueño cada agonizante noche.
Había estudiado todos sus movimientos, los giros imperceptibles de su muñeca,
el rápido y sucesivo movimiento de su
brazo. Había probado caballos, aviones, autos hasta burros alados. Sin embargo,
cada vez que lo intentaba fallaba. Una y otra vez. Pero hoy no. Hoy iba a
obtener su victoria. Había crecido dos centímetros. Esa era el toque que le
faltaba. Y así, Pablo subido a un carro de colores metalizados, sintiéndose en
una carrera de Meteoro, esperó la primera vuelta. Y la segunda. Hasta que
apareció Norberto. Él. Vio girar su mano locamente sosteniendo la bocha de
madera en que estaba inserta ella. La llave de la victoria. Su sortija. Estiró
su brazo, agudizó su vista, respiró hondo, aceleró y sintió el frío del metal
en la yema de sus dedos. Sintió como se le henchía el pecho, dobló sus dedos y
en una milésima de segundo, Norberto lo miró fijo, le sonrió socarronamente y
sin más, con un giro inexplicable…ZAS! Pablo había sido
vencido. Sin embargo, lejos de rendirse, ya se preparaba para el próximo
encuentro como cada sábado en la calesita del Parque Lezama.
esta es una de las historias que me rondaban por la mente, que si no fuera por mi esposa jamas se hubiera escrito..
Gracias Gordita..
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